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Los cuentos macabros de Jacobs

Archivado en: Sobre "La pata de mono y otros cuentos macabros" de W. W. Jacobs

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            Indiscutiblemente, el inglés William Wymark Jacobs (W. W. Jacobs) es un escritor cuyos méritos se reducen a una sola pieza, La pata de mono (1902). Ahora bien, no es de extrañar que figure en todas las selecciones como una de las mejores de todo el género. Di cuenta de ella por primera vez en abril de 2005. Fue en la Antología de la literatura fantástica compilada Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. En agosto de ese mismo año la volví a leer, seguida por otros cuentos macabros del autor, dentro una selección de su obra publicada en una de sus esplendidas ediciones de la colección Gótica de Valdemar. Aguijoneado por el entusiasmo con el que se refiere a ella Stephen King en su Danza macabra, vuelvo ahora sobre las notas que tomé de aquella lectura en el verano de 2005. Y sí, me descubro ante su maestría. Pero mi relato favorito sigue siendo Schalken el pintor, del gran Sheridan Le Fanu. Pero no divaguemos. Vamos sin más a los apuntes de entonces:

 

             La pata de mono, el objeto en cuestión, es un extraño amuleto del que un sargento recién llegado de la India habla a sus anfitriones. Según el militar, la reliquia es capaz de conceder tres deseos a quien se los pide. Pero es mejor no hacerlo porque, inevitablemente, conlleva una tragedia. Ni que decir tiene que los dueños de la casa no creen en los supuestos prodigios de la pata. Cuando lo adquieren, el sargento les aconseja que se no se tomen los poderes del objeto tan a la ligera. Bromeando, el anfitrión desea que se le concedan doscientas libras.

            A la mañana siguiente, un tipo muy apesadumbrado les visita para decirles que su hijo ha muerto al caerse en una máquina mientras trabajaba. La empresa ha decidido entregarles como indemnización la cantidad que el padre pidió a la pata de mono. En los días sucesivos, la madre, desesperada por la perdida, pide a la pata de mono que el hijo vuelva de la tumba. El padre, que sabe que las horribles mutilaciones que sufrió le habrán convertido en un monstruo, pide el último deseo: que el hijo no vuelva. Así, cuando la madre se acerca a abrir la puerta de casa convencida de que es el muchacho quien ha llamado, sólo encuentra en el quicio. Su deseo se ha cumplido, por eso la infeliz ha escuchado los pasos del desgraciado acercándose. Pero el del padre, que no quería que su hijo volviera de la tumba convertido en un monstruo, también.

            Ninguno de los relatos que siguen  a La pata... alcanza su altura. Es más, sólo dos o tres consiguen despuntar de la mediocridad del resto. Concluida su lectura, comprendo perfectamente esa advertencia del último párrafo de la noticia preliminar sobre el autor que tanto me chocó en su momento: “no espere encontrar el lector de este volumen (…) manifestaciones sobrenaturales: fantasmas, diablos, etc”. Más que cuentos macabros, como se anuncia en el título a buen seguro obedeciendo a que éste se encuentra dentro de una colección de novela gótica, se trata de cuentos de investigación bastante flojos.

            Leído mientras el autobús cruzaba Oviedo, El pozo me ha resultado una de esas escasas narraciones que apuntan a la maestría de La pata… Su protagonista es un acaudalado aristócrata inglés, Jem Benson, víctima del chantaje de Wilfred Carr, su primo. Benson está a punto de casarse y Carr agobiado por las deudas, como es su costumbre. Mientras los dos disputan una partida de billar, como el novio se niega a volver a prestarle dinero para que pague sus deudas, Carr le anuncia que si no le da 1.500 libras le entregara ciertas cartas de amor firmadas por Benson a su rival ante la novia. Así la cosas, Carr se marcha.

            Ya en el siguiente capítulo se nos presenta a Benson en compañía de su prometida conversando en el pozo del jardín. El novio está muy nervioso y cuando Olivia, la novia, le pregunta por Carr, se enerva tanto que el lector da por sobrentendido que ha arrojado el cadáver de su primo al pozo. Las cosas se complican cuando al regresar de la charla, Olivia le anuncia que ha perdido una pulsera que ha debido de caerse al pozo en cuestión.

            Esa misma noche, en un fragmento en verdad logrado, Benson intenta recuperar la joya valiéndose de un sedal, pero lo único que consigue es un manojo de llaves.

            A la mañana siguiente, apenas despunta el día, el novio se levanta resuelto a introducirse en el pozo en busca de la joya de su prometida. Un criado se ofrece a bajar en su lugar, pero Benson se niega. El sirviente se limita a sujetar la cuerda donde está su destino. En efecto, cuando los criados, tras un descomunal esfuerzo que les hace pensar que su señor está tirando hacia abajo creen que han conseguido sacarle del pozo, lo que aparece en su lugar es “un cadáver que rezumaba barro por las fosas nasales y las cuencas vacías”. Junto al cadáver, “pálido y demacrado hasta parecer un espectro, se había asomado también el rostro crispado de Jem Benson”.

 

***

            Las tres hermanas desdice esa advertencia del la nota preliminar pues, según he creído entender –lo leí borracho-, se nos cuenta la experiencia de una mujer –Úrsula- que siempre ha habitado la misma casa en compañía de sus dos hermanas –Tabitha y Eunice-. Precisamente, esa constante permanencia en el mismo domicilio será el argumento en que se basará Úrsula, cuando exhala su último aliento, para asegurarles a sus hermanas que volverá. Ninguna la cree, pero en la primera de sus apariciones, Eunice morirá del susto. En la que pone fin a la narración, Tabitha abandona la casa corriendo desesperada.

***

            La casa deshabitada gira en torno a un caserón sobre el que pesa una maldición –se cobra una vida de cada una de las familias que han vivido allí por muy corta que sea su estancia- y los clásicos escépticos.

            En esta ocasión se trata de un grupo de amigos que deciden pasar una noche en el lugar. Desoyen así las monsergas de los lugareños sobre la extraña muerte de un vagabundo acaecida allí. El desdichado fue el último inquilino de la casa.

            Apenas comienza a avanzar la madrugada, la partida de cartas que ocupa a los amigos comienza a verse interrumpida por unas risas extrañas. Hasta que las psicofonías empiezan a resultarles insoportables y deciden irse. Al punto, uno a uno empiezan a ser presas de un poderoso sueño. Cuando los dormidos son más que los despiertos, sus camaradas no pueden llevárselos.

Al final, únicamente permanece en vela Meagle, el que ha propuesto la velada. Al estar solo, es presa de la persecución de lo que se supone un ser invisible…

A la mañana siguiente, cuando despiertan sus compañeros, encuentran el cadáver de Meagle: en la persecución se ha caído por el hueco de las escaleras.

***

En sus tiempos, Jerry Bundler, quien da título a la cuarta de las narraciones aquí reunidas, fue un mítico forajido. Tanto fue así que, cuando empieza el relato, muchos años después de su muerte, sus hazañas se evocan entre los viajeros que pernoctan en una posada a la luz del fuego de la chimenea. La posada que les acoge fue la última morada del malvado, quien al verse en ella acorralado por la policía, prefirió ahorcarse antes de que le prendiera la autoridad.

Desde entonces se dice que su alma vaga en pena por la casa. Uno de los escépticos presentes en la velada desafía a uno de los que dan pábulo al cuento –Hirst- a que le asuste. A tal fin hace con él una apuesta. Puesto a ello, Hirst se disfraza de Bundler y, cuando se dispone a asustar al escéptico, allá la muerte en un tiró que le descerraja este último.

Aunque me ha recordado poderosamente al Murder Ballads (1996), uno de los discos más hermosos de Nick Cave & The Bad Seeds, esta es la primera pieza, de las aquí reunidas, que no responde a las expectativas que ella misma despierta. Habrá más obras fallidas.

***

Cuidando del prójimo es uno de los múltiples casos de asesinato referidos en estas páginas. En esta ocasión lo perpetra Anthony Keller; Henry Martle, su víctima.

Tras el aturdimiento posterior al crimen, Keller decide enterrar el cadáver en una zanja, ya abierta en el jardín, y colocar encima de ella un parterre. Cuando la sirvienta comienza a rondar el lugar, el asesino se exaspera. Pero el verdadero peligro no está en la mujer que le limpia, sino en alguien que, por las noches, destruye el parterre que oculta el cuerpo. Todo sucede mientras en sus sueños, Keller vuelve a ver a Martle.

En una de esas destrucciones del parterre, un policía se ofrece a vigilar especialmente el jardín del asesino. A dicho guardia es a quien se entrega Keller cuando descubre que es él mismo quien, en sus experiencias de sonámbulo, arremete contra la construcción que oculta el cadáver de Martle.

***

La interrupción nos refiere la experiencia de un tipo –Spencer Godard- que, tras haber vivido a cuenta de la fortuna de su mujer, decide matarla envenenándola paulatinamente. Pero Hannah, la cocinera, conocedora de la verdadera causa del óbito la señora Godard, comienza a chantajear a su asesino. En un principio se trata únicamente de un aumento de sueldo.

A medida que el tiempo va pasando, Hannah se va convirtiendo en la nueva señora de la casa. Tras echar al resto del servicio comienza a desatender a Godard y éste no tarda en tramar un plan para librarse de ella. Este pasa por autoenvenenarse lo suficiente como para poder culpar a Hannah de que está intentando matarle mediante el mismo procedimiento por el que acabó con su mujer, pero no lo bastante como para causarse la muerte. El colofón a su plan consiste en pedir a Hannah que vaya urgentemente a buscar al médico. En su ausencia, Godard esparce unas muestras del veneno por los restos de su cena escondiendo después el resto en uno de los cajones de la cocinera. Cuando ésta regrese con el doctor, Godard no tendrá más que indicarles el lugar donde Hannah esconde la fatal sustancia para que la mujer sea acusada de intentar asesinarle y del asesinato de la difunta señora Godard.

Pero Hannah se retrasa y la tormenta que cae sobre el lugar hace que Godard comience a imaginar terribles misterios en el cuarto de la difunta. Así las cosas, abandona la casa horrorizado. El miedo le lleva a exponerse en camisa de dormir a la inclemencia del tiempo y, cuando quiere volver a entrar en su casa, encuentra la puerta cerrada.

A la mañana siguiente –supongo que a consecuencia de la pulmonía o cualquier otra enfermedad producida por la lluvia y el frío-, Godard se encuentra ya en trance de muerte cuando Hannah le anuncia que el doctor no estaba en casa y que se quedó a esperarle por un momento. Finalmente decidió dejarle aviso para que se personara urgentemente en casa de Godard y volver ella misma. Su trasiego tras el regreso fueron los ruidos que Godard creyó producidos por el espectro de su esposa y que le llevaron a salir precipitadamente a la tormenta; es decir, a arrojarse a la muerte.

***

En la biblioteca es el primero de los distintos relatos sobre un tema común: un hombre que mata a su socio. Aquí, el asesino responde al nombre de Burleigh; Fletcher es su antiguo asociado y su víctima.

La pieza se abre con el infeliz obligando a su verdugo a que abandone la casa y la empresa que comparten e inicie una nueva vida en otro lugar, so pena de denunciar unos desfalcos de los que Burleigh es autor. Éste, viéndose acorralado, da muerte a Fletcher con una espada japonesa que forma parte de la decoración de la estancia.

El problema que se le presenta ahora a Burleigh, como a tantos protagonistas de Jacobs –el Anthony Keller de Cuidando del prójimo, los visitantes de La casa deshabitada con los amigos que se han quedado dormidos- es deshacerse del cuerpo. En ello se encuentra Burleigh, abrumado por esos miedos también comunes a varios personajes de este autor, cuando un intruso entra en la casa. Armándose de valor, Burleigh consigue dejarle encerrado en el mismo cuarto donde se encuentra el cuerpo de Fletcher.

El supuesto ladrón le suplica que le deje salir de la estancia –la biblioteca a la que alude el título- argumentando que en ella hay un cadáver. Muy por el contrario, Burleigh llama a la policía y acusa al intruso del asesinato de Fletcher. Todo encaja a la perfección, se imagina ya un relato tan excelso como La pata… cuando Jacobs lo resuelve devolviendo a Fletcher a la vida. Tras apuntar que el muerto no estaba muerto, sólo desvanecido, Jacobs, mediante la descripción de unas acciones, nos cuenta cómo Fletcher, ante los guardias que han acudido a la casa para detener al intruso creyéndole un asesino, acusa a quien en verdad ha intentado matarle. Convierte así el autor una pieza que despuntaba en una nueva obra fallida. Hubiera sido mejor acabar cuando el ladrón se ve acusado inevitablemente de un crimen que no ha cometido. Cabe pensar que la moral de la época de Jacobs -a caballo entre las postrimerías decimonónicas y los primeros treinta años del amado siglo XX- según la cual el crimen debía pagar indefectiblemente, le obligó al añadido.

***

El chantaje es otro de los temas recurrentes en la obra de nuestro autor –acaso el que más- y El capitán Rogers es un buen ejemplo de ello.

Un forastero, especialmente impertinente, se presenta en la posada del Rogers en cuestión. Aunque el ahora posadero, bajo el nombre de Nick Gunn ha conseguido enderezar su vida, quince años antes su cabeza valía 100 guineas. El recién llegado –Mullet, antiguo compañero de fechorías de Rogers- lo sabe y comienza a chantajearle. De entrada quiere “ropas nuevas, comida abundante y la mejor habitación. Al igual que la Hannah de La interrupción, eso no es más que una primera petición. Concedida esta, el forastero se irá engrandeciendo hasta convertirse en el verdadero amo del negocio. Desde su nueva posición despide a los empleados que le son díscolos y comienza a pretender a la hijastra de Rogers. Los malos modales del intruso hacen que, lo que hasta su llegada fue un próspero negocio, comience a dejar de serlo.

También aquí, al igual que en La interrupción, el plan de Gunn para desembarazarse de Mullet pasa por fingirse enfermo y, una vez más, Jacobs no vuelve a responder a las expectativas que él mismo despierta. Cuando Mullet cree a Gunn lo suficientemente debilitado para obligarle a testar a su favor, narcotiza a la enfermera que vela la fiebre del posadero y se dispone a poner el punto y final a su chantaje.

Pero Gunn aún tiene fuerzas suficientes como para estrangular a su antiguo compinche: “Y si alguno de los rufianes con los que has llenado esta casa resulta acusado de tu muerte, tanto mejor”, le dice antes de acabar de matarle. Indiscutiblemente, este es otro final atropellado.

***

Ese no saber saltar el listón, que el mismo Jacobs se levanta, tiene otro buen ejemplo en El barco desaparecido. Ambientado en el pueblo de cuyo puerto partió la nave en cuestión, pero muchos años después de que se dejara de tener noticias de ella y también de que cesaran las especulaciones sobre el destino de sus náufragos, uno de ellos regresa a casa de su anciana madre.

Conocedores de la buena nueva, todo el paisanaje se acerca a casa de la anciana para saber de los suyos perdidos en el barco. Las mujeres que han rehecho su vida casándose de nuevo son las que muestran menos interés por las noticias del náufrago, ésa es una de las cosas que más me han llamado la atención de esta pieza.

La madre del recién llegado pide un poco de paciencia a sus vecinos argumentando que esa noche su hijo no les puede contar nada porque ha vuelto muy cansado. A la mañana siguiente, cuando ha llegado la hora del relato del naufragio, la anciana, al ir a despertar al náufrago, se lo encuentra muerto.

Según se vea, esto se puede entender como un final muy poético. Pero a mí se me antoja un nuevo atropello a las expectativas que la misma narración suscita.

***

            Tres a la mesa nos refiere la historia de un viajero que se ve obligado a pernoctar en una casa en la que, para los habitantes del lugar, mora un monstruo junto a su padre.

            Tras ese buen arranque, frecuente en las piezas de Jacobs, la decepción no tarda en producirse. Lo que se antoja -merced a las primeras y bien expuestas referencias que se nos dan él- un engendro digno de las mejores páginas de Lovecraft, resulta ser un paladín de la sensiblería barata. El joven en cuestión, que se dispone a cenar escondido el día de su cumpleaños, es un monstruo porque se quemó horriblemente al salvar a unos niños de un incendio. Tal vez sea ésta la peor de todas las narraciones aquí reunidas.

***

            Por el contrario, El sirviente del hombre moreno es otra de esas narraciones que despuntan del resto. Su título incluso puede llegar a antojarse una evocación de las excelencias de Machen. Tampoco es para tanto.

            Su asunto, en el que también gravita algo del maestro galés, gira en torno al negocio que le propone a un prestamista –Mr. Hyams, judío, por supuesto, pues aún estamos en la época en que el antisemitismo formaba parte del folclor de toda Europa- un misterioso marinero que se presenta inesperadamente en su tienda.

            La transacción no es otra que la venta un fabuloso diamante por el que el visitante pide quinientas libras. “He arriesgado mi vida por esta piedra –explica el vendedor-. Para mí, mi vida vale quinientas libras. En cuanto al diamante, usted sabe que muy probablemente valga muchos miles”.

Tras consultar con un amigo, un tal Levi, el prestamista paga la cantidad. Una vez cerrado el trato, el marinero advierte a los hebreos sobre “un hombre de piel oscura”.

Esa misma noche, cuando Mr. Hyams ya duerme, el marinero vuelve a llamar a su tienda –la vivienda del prestamista está encima de su negocio-, despertándole de mala manera, para contarle la historia del diamante. Fue robado por cuatro tipos: el marineo, dos ingleses más y un birmano: el hombre de piel oscura. El marinero y uno de los ingleses se compincharon a su vez para robarle la piedra a sus compañeros: Nosey Wheeler y el birmano. En venganza, estos fueron quienes dieron muerte al compinche del marinero y quienes han seguido a este último hasta la tienda del prestamista.

A la mañana siguiente, Wheeler visita a Mr. Hyams. Asegura que viene de parte del marinero, intenta devolverle las quinientas libras y que éste le entregue el diamante. El prestamista –a quien con un racismo que no muestra con “los inofensivos ciudadanos de color” que han visitado la tienda del judío esa misma mañana, Jacobs nos presenta como un auténtico avaro- se niega a deshacer el trato. Es entonces cuando, para demostrarle cuál ha sido la suerte del marinero, Wheeler le muestra su cinturón a Mr. Hyams.

El hombre moreno en persona es el tercer visitante que se acerca a la tienda del prestamista. El birmano le amenaza con enviarle la muerte si el judío no le devuelve el diamante. Como Mr. Hyams vuelve a negarse e incluso maltrata al moreno, éste se despide anunciando que, para que vea lo que le espera si no le devuelve el diamante antes de las diez de la noche, mandará a la muerte contra el gato del prestamista.

Dicho y hecho, el minino muere enloquecido. Esa misma noche, cuando el prestamista se queda sólo en su casa siente que hay una presencia extraña en la vivienda. Así las cosas decide encerrarse en su cuarto y levantar una auténtica barricada ante la puerta. Pero el peligro ya está dentro. Se trata de una serpiente venenosa que repta por entre las sábanas de la cama del desdichado, yendo a morderle de tal forma en el cuello que Mr. Hyams no puede succionar el veneno. Ante este panorama, decide suicidarse pensando en la fortuna que hubiera ganado con el diamante.

***

Llegó por la borda bien puede enmarcarse en la constante del naufragio, a la que también pertenecerían El barco desaparecido y El náufrago. A diferencia de estas dos piezas, aquí el naufrago que regresa no vuelve a tierra, sino a un barco. A raíz de su planteamiento, puede parecer una de esas historias de Hodgson ambientadas en el mar de los Sargazos, no lo es modo alguno.

Todo empieza con los temores de los marineros que deben hacer guardia en la cubierta del Endeavour -la nave que sirve de escenario a la narración- ante una presencia extraña.

El aparecido no es más que un náufrago que, comunicándose con la tripulación por señas, les dice que lleva varios días navegando a la deriva y que tiene mujer e hijos. Pero la noche cerrada no permite ver ninguna barca en los alrededores del Endeavour. Así pues no faltan miembros de su tripulación que prefieren pensar que se trata la reencarnación de Jem Dadd, un compañero muerto en las últimas horas que creía firmemente en la trasmigración de las almas. De alguna manera, la imposibilidad del naufrago de repetir su nombre a la tripulación que le ha recibido, viene a corroborar esta teoría.

***

En vela nos habla de un viejo militar que rechaza al pretendiente de su hija argumentando que este no tiene valor, que no es “un hombre de verdad”. Para demostrarle que eso no es cierto, apenas tiene noticia de que su futuro suegro sólo teme a los fantasmas, el novio desafía al brigadier a pasar una noche en el cementerio. El militar se viste entonces de fantasma y se llega hasta el camposanto en un vano intento de asustar a su futuro yerno. Pero el joven –según refiere a su novia y a su familia cuando las visita para referirlas la experiencia- sólo ve en él a “una extraña figura vestida de blanco que daba saltos por todas partes como una rana”.

***

El fantasma de Sam gira en torno a otro falso espectro. Esta vez, el alma en pena es un matón de un puerto al que todos dan por muerto después de verle caer al agua mientras carga unas mercancías.

Eso es lo que hay cuando un tal Joe se presenta ante Bill, un vigilante del puerto y el narrador –que la persona del verbo sea la primera es toda una singularidad en Jacobs, que habitualmente escribe en tercera-, para decirle que ha visto al fantasma de Sam. Pretende Joe que Sam le ha dado quince chelines para que se los devuelva a Bill, quien se los dejó antes de morir a cambio de un reloj con su cadena de oro. Como Bill se niega a ello, Joe le advierte que deberá atenerse a las consecuencias.

Esa misma noche, el supuesto fantasma hace correr a Bill por todo el muelle. En un intento de librarse de él, Bill contrata a otro matón para que haga las guardias con él. Pero pagar a su protector acaba por resultarle tan caro que prefiere darle el reloj a Joe. Éste ya no tiene más que cuatro chelines y lo que es peor, según le comenta un policía al narrador, Sam se enroló en un barco que partía con rumbo a Valparaíso la mañana siguiente de correrle por el muelle. Dicho de otra manera, Bill ha entregado el reloj a Joe sin tener por qué hacerlo.

***

Cabe suponer que la fijación de Jacobs con el mar se debe a su empleo en un puerto. En medio del océano -otra pieza escrita en primera persona- nos habla de la experiencia de una nave cuyo capitán, guiado por una voz que le habla en sueños, cambia el rumbo que ha de seguir.

Cuando después de un tiempo empeñado en su nueva ruta descubre un pequeño bote que nuestro marino considera una nave a la deriva, cree también que las voces que ha oído en sueños están justificadas.

En realidad se trata de un bote que está intentando un récord: ser la nave más pequeña que ha cruzado el Atlántico. De modo que el supuesto náufrago los recibe con la comprensible indignación. He aquí otra de las peores narraciones de todas las reunidas.

***

El nivel continúa bajando en Tal para cual. Lo que aquí se cuenta es el engaño del que es víctima un hombre que no quiere trabajar –Mr.Cox-, por parte de su mujer –que regenta un pequeño hotel- y una corpulenta amiga de ésta.

En su argucia hacen pasar por un tío de la amiga, que responde al nombre de Mr. Piper, por un inspector de hostelería. Cuando, Cox se dispone a arrojarle por la ventana, Piper confiesa que todo ha sido una representación. Entonces, los dos hombres acuerdan un nuevo plan para sacarle en dinero a la señora Cox.

A tal fin, hacen creer a las mujeres que Mr. Cox en verdad a matado a Mr. Piper y que el crimen le obliga a poner tierra de por medio. Como al supuesto asesino le hará falta dinero para la huída, acuerda con su mujer que ella habrá de mandárselo al hotel de una ciudad próxima.

Los días en la huida voluntaria pasan, la cifra no llega y hay un sospechoso intercambio de telegramas. Todo ello hace que Cox decida volver a su casa para intentar averiguar qué es lo que ha pasado: las mujeres han descubierto la verdad y se han asociado para explotar el hotel y han excluido a Cox de las nuevas escrituras.

***

Sorprende comprobar hasta qué punto Jacobs construye todos sus relatos en base a los mismos parámetros. El escepticismo ante los asuntos esotéricos del protagonista de El náufrago es bastante semejante al de algunos protagonistas de La casa deshabitada.

En esta ocasión, el descreído es un náufrago que regresa al hogar. Su suegra sospecha que su naufragio no ha sido tan desgraciado como suelen serlo estos accidentes, que en realidad ha estado en una lejana isla, disfrutando de sus tabernas y  con una bella nativa. Todo esto lo sabe porque se lo ha dicho un vidente. Es entonces cuando el náufrago manifiesta su escepticismo y desafía a su suegra y a su esposa a hacer una visita al adivino. Sin que los demás se enteren, la suegra se adelanta y le explica al augur lo que tiene que decir para que parezca que en verdad tiene poderes. No obstante, el náufrago acaba sospechando de la artimaña. Una pena.

 

 

Publicado el 9 de febrero de 2014 a las 12:15.

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Javier Memba

Javier Memba

            Periodista con más de cuarenta años de experiencia –su primer texto apareció en la revista Ozono en 1978-, Javier Memba (Madrid, 1959) fue colaborador habitual del diario EL MUNDO entre junio de 1990 y febrero de 2020. Actualmente lo es en Zenda Libros. Estudioso del cine antiguo, en todos los medios donde ha publicado sus cientos de piezas ha demostrado un decidido interés por cuanto concierne a la gran pantalla. Puede y debe decirse que el setenta por ciento de su actividad literaria viene a dar cuenta de su actividad cinéfila. Ha dado a la estampa La nouvelle vague (2003 y 2009), El cine de terror de la Universal (2004 y 2006), La década de oro de la ciencia-ficción (2005) –edición corregida y aumentada tres años después en La edad de oro de la ciencia ficción-, La serie B (2006), La Hammer (2007) e Historia del cine universal (2008).

 

            Asimismo ha sido guionista de cine, radio y televisión. Como novelista se dio a conocer en títulos como Homenaje a Kid Valencia (1989), Disciplina (1991) o Good-bye, señorita Julia (1993) y ha reunido algunos de sus artículos en Mi adorada Nicole y otras perversiones (2007). Vinilos rock español (2009) fue una evocación nostálgica del rock y de quienes le amaron en España mientras éste se grabó en vinilo. Cuanto sabemos de Bosco Rincón (2010) supuso su regreso a la narrativa tras quince años de ausencia. La nueva era del cine de ciencia-ficción (2011), junto a La edad de oro de la ciencia-ficción, constituye una historia completa del género, aunque ambos textos son de lectura independiente. No halagaron opiniones (2014) fue un recorrido por la literatura maldita, heterodoxa y alucinada. Por su parte, David Lynch, el onirismo de la modernidad (2017), fue un estudio de la filmografía de este cineasta. El cine negro español (2020) es su última publicación hasta la fecha.  

 


 

          

 

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Los cantos de Maldoror

Un encuentro con Clara Sánchez

Recuerdos de la Feria del Libro

Viajes a la Luna en la ficción

Los pecados de Los cinco

La última copa de Jack Kerouac

Astérix cumple 60 años

Getafe Negro 2019

Un actriz entrañable

Ochenta años de "El sueño eterno"

Sam Spade cumple 90 años

Un western en la España vaciada

Romy Schneider: el triste destino de Sissi

La nínfula maldita

Jean Vigo: el Rimbaud del cine francés

El último vuelo de Lois Lane

Claudio Guerin Hill

Dennis Hopper: El alucinado del Hollywood finisecular

Jean Seberg: la difamada por el FBI

Wener Herzog y la cólera de Dios

Gordad, el gran maese de la heterodoxia cinematográfica

Frances Farmer, la esquizofrénica que halló un inquietante sosiego

El hombre al que gustaba odiar

El gran amor de John Wayne

Iván Zulueta, arrebatado por una imagen efímera

Agnès Varda, entre el feminismo y la memoria

La reina olvidada del noir de los 40

Judy Garland al final del camino de adoquines amarillos

Jonas Mekas, el catalizador del cine independiente estadounidense

El gran Edgar G. Ulmer

La última flapper; la primera it girl

El estigmatizado por Stalin

La controvertida Egeria del Führer

El gran Tod Browning

Una chica de ayer

El niño que perdió su tren eléctrico

La primera chica de Éric Rohmer

El último cadáver bonito

La exnovia de James Dean que no quiso cumplir 40 años

Don Luis Buñuel, "ateo gracias a Dios"

La estrella cuyo fulgor se extinguió en sus depresiones

El gran cara de palo

Sylvia Kristel más allá de Emmanuelle

Roscoe Arbuckle, cuando se acabaron las risas

Laura Antonelli, la reina del softcore que perdió la razón

Nicholas Ray, que nunca volvió a casa

El vuelo más bajo de la princesa Leia Organa

Eloy de la Iglesia y el cine quinqui

Entiérralo con sus botas, su cartuchera y su revólver

La chica sin suerte

Bela Lugosi y la sombría majestuosidad de Drácula

La estrella de triste suerte

La desmesura de Jacques Rivette

Françoise Dorléac

Klaus el loco

Una hippie de los 70

Jean Esustache, entre la Nouvelle Vague y el ascetismo

Nadiuska, un juguete roto

Thea von Harbou

Jesús Franco

David Cronenberg

Sharon Tate, como en un cuento de Sheridan Le Fanu

Un guionista sediento

La reina del fantaterror patrio

Dalton Trumbo y los diez de Hollywood

La primera chica que arrojó una tarta 

El desdichado Hércules contemporáneo

En la tradición familiar

El músico del realismo poético

Otro tributo a la gran Patty Shepard

Elmer Modlin y su extraña familia

Las coproducciones internacionales rodadas en España

Marilyn Monrore y su desesperado último gesto

Un amor más poderosos que la vida

El actor atrapado en sus personajes

Entre el fantasma de su madre y el final del musical

Barbet Schroeder

Amparo Muñoz

Samuel Bronston más alla de Las Rozas

Chantal Akerman

Françoise Hardy 

Un antiguo dogmático

Jane Birkin

Anna Karina, su turbulento amor y el Madison

Sandie Shaw, ya con calzado

El gran Serge Gainsbourg

Entre la niña prodigio y la mujer concienciada

La intérprete de Shakespeare que inspiró a The Rolling Stones

La maleta del capitán Wajda

Val Lewton y su dramatización de la psicología del miedo

La alimaña de Whitechapel

Cristina Galbó

La caravana Donner

Eddie Constantine

Un nuevo curso del tiempo

Rosenda Monteros

Una criatura de la noche

Una carta a Nicolás I

Edison y el 35 mm

Barbara Steele

El felón Esquieu de Floyran acaba con los templarios

Entre Lovecraft y Hitchcock

Tchang Tchong Yen recuerda a Hergé

La musa del ciberpunk

Néstor Majnó

Una leyenda del Madrid finisecular

El rey de la serie B

La primera cosmonauta soviética

Cuando la injuria sucede a la fatalidad

Bajo Ulloa y sus cuentos crueles

La cicerone de los Stones en el infierno 

Nace Toulouse-Lautrec

El París del Charlestón se rinde a Josephine Baker

Nastassja Kinski, la dulce hija del ogro

Un tributo a Sam Peckinpah

La leyenda del London Calling

Fiódor Dostoievski frente al pelotón de fusilamiento

Mi alucinada favorita

El hombre de las mil caras

El 7º de Caballería pierde la gloria

Un recuerdo de Silke

El genocidio camboyano

Peter Bogdanovich

Guy Debord y la sociedad del espectáculo

Un héroe de Iwo Jima 

Lupe Vélez tras el último tequila sunrise

El general Lee

Roman Polanski

Un hampón italoamericano

Jane Fonda en su juventud

Kraken en la Cuesta de Moyano

Josef von Sternberg

The Beatles en The Carvern y en el show de Ed Sullivan

Que la tierra le sea leve a Douglas Trumbull

El último superviviente del hampa de Chicago

Inma de Santis

El Álamo

Una musa insumisa

El malvado Zaroff y un elogio a las revistas pulp

Miles Davis

Un polaco y el amour fou

La Legión extranjera como género literario

Conchita Montenegro

Peter Lorre y su cara de villano

El juez de la horca

Syd Barrett

Kathleen Turner

Una caricatura de la hombría

Eric Clapton

Helga Liné

Butch Cassidy

Carlos Arévalo, un cineasta español

Nace el último bohemio

Pascual García Arano

María Perschy

El Combray de Ingmar Bergman

Carlos Castaneda

Una canción de Neil Young

Un suicida dandi

Hedy Lamarr

Philip K. Dick y sus realidades bastardas

La última mujer fatal

Andréi Tarkovski, otro maldito por la censura soviética

Nace la música de la New Age

"Wie einst" Lili Marleen

Una lectura de Byron en Villa Diodati

Un apostol de la sedición juvenil

Ava en mi ciudad

Rider Haggard

Una entrada para la "Historia universal de la infamia"

La Marguerite Duras cineasta

Gallardo y calavera

El hombre que vendió su alma a Elizabeth Taylor

El crímen de Charlotte Corday

Un elogio entusiasta de la urbe

Un ángel caído

Mary Bradbury teme por su vida

Pierre Étaix y su triste gracia

El mejor verano de los Rolling

María Rosa Salgado y su conmovedora discrección

La valentía de Ramón Acín

Sylvie Vartan

La cruz de Malta de Wim Wenders

La epifanía de Louis Daguerre

Carroll Baker

Marie Laforêt y mi amigo Eloy

Eliseo Reclus atisba su quimera

Patty Pravo

Richard Pryor contra sí mismo

Miroslava, una actriz marcada por la fatalidad

France Gall y el doble sentido

Robert Bresson y el cine puro

La gesta de Alekséi Stajánov

Nace el Rimbaud del Rock & Roll seminal

Dominique Dunne, una filmografía que se quedó en el aire

Un actor vampirizado por un personaje

Tolkien publica El Hobbit

La segunda musa de Godard

John Dos Passos entra en la eternidad

Alain Resnais, el cine de la memoria

Una musa del filme noir

El cadáver de Nancy Spungen en el Chelsea Hotel

La historia de Bobby Driscoll

Un icono del feminismo

Recordando a Tina Aumont

Colgaron a Gilles de Rais

Dario Argento

Nico en el cine

Dylan Thomas en su último trance

Brigitte Helm

Un punkie en la Disney 

Nace Billy el Niño

The Wall

Tennessee Williams

Vivien Leigh

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

El proscrito de la Escuela de Barcelona 

47 hombres de honor

Charlotte Rampling

La incomunicabilità del gran MIchelangelo Antonioni

F. Scott Fitzgerald

Un pilar del cómic estadounidense

Juliet Berto

Erik, el fantasma de la Ópera

Una comedia francesa

Un pesimista alegre

Una mirada indolente a la derrota 

Sender en Casas Viejas

Kipling en su último momento

Los hermanos Marx

Puente sobre aguas turbulentas

Anouk Aimée

Mary Shelley

Quentin Tarantino

Neal Cassady 

Natalie Wood

La heterodoxia de Ermanno Olmi

Fu-Manchú

Stefan Zweig pone fin a sus días

 

 

 

 

 

 

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